Albert apareció detrás de Frank. Llevaba un hacha, que levantó y se echó al hombro como si fuera un bate de béisbol. Su hermano siguió hablando.
—Eh, ¿quieres que te cuente cómo te he encontrado?
—No —dijo Finney—. No, no, no.
Frank hizo una mueca.
—Bueno, como quieras. Te lo contaré otro día. Ya estás a salvo.
Albert levantó el hacha y la clavó en el cráneo de su hermano con un crujido metálico, hueco y húmedo. La fuerza del impacto le salpicó la cara de sangre. Frank cayó hacia delante, con el hacha aún clavada en la cabeza y las manos de Albert en el mango. Al caer lo arrastró con él.
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