Una mañana, fíjese, le tocó a la puerta a mi abuela, la Ana, allá en Bogotá, y tenía una máscara de oro puro sobre la cara, una de esas precolombinas, como si fuera el gran cacique que hubiera vuelto por su amada. Es la historia más linda del mundo, sabe usted. Pero como se ríe, esta vez no se la voy a contar, no voy a contarle nada.