Esto era posible porque la paz que mi padre había traído al Lacio era sólida y duradera. En aquella paz, los niños pequeños podía contemplar el ganado, los pastores podían dejar que sus rebaños vagaran por los pastos de verano sin temor a los cuatreros, y las mujeres y las niñas no tenían necesidad de ir protegidas o en grupos grandes, sino que podían caminar sin miedo por cualquier vereda del Lacio.