En cualquier caso, trabajó mucho y con gran dedicación en la estatua, y creó una obra de arte exquisita. Pero, por bella que fuera, no podía descansar tranquilo: seguía trabajando, y cada día la embellecía más con sus hábiles dedos. No había nacido mujer ni se había tallado estatua que pudiera comparársele. Cuando ya no pudo seguir perfeccionándola, su creador sintió algo extraño dentro de sí: se había enamorado, profunda y apasionadamente, de su propia creación. Hay que tener en cuenta, a modo de explicación, que la estatua no parecía una estatua; nadie hubiera pensado que era de marfil o piedra, sino de cálida carne humana que se había quedado inmóvil por un instante. Tal era el maravilloso poder de este desdeñoso joven. Había conseguido el logro supremo del arte: el arte de ocultar el arte.