Para celebrar las Navidades, el multimillonario Simeón Lee reúne en su mansión a diversos miembros de la familia. El viejo Simeón Lee, jactancioso, provocador y despótico, goza de escasas simpatías entre sus parientes. De modo que nadie se extraña gran cosa cuando el hombre aparece degollado en su cuarto, en medio de un charco de sangre. Se lo había estado buscando. El homicidio, con toda su salvaje aparatosidad en rojo, presenta un misterio: se ha cometido en una habitación cerrada por dentro, para entrar en la cual y llegar hasta el cadáver fue menester echar la puerta abajo. Además se da también la circunstancia de que han desparecido diamantes por valor de varios miles de libras. Para Hércules Poirot, que se asigna la tarea de aclarar el enigma, el caso no va a ser sencillo. Porque aunque un cadáver siempre puede acusar a su asesino, como afirma el detective belga, la verdad es que allí hay pocas pistas. Es un delito atípico, nada deportivo, impropio de caballeros ingleses. Lo cual resulta desconcertante para Hércules Poirot. La culpa de ello hay que echársela a un cuñado de la autora, que acusó a ésta de idear homicidios “excesivamente refinados, decadentes incluso”. Lo cual picó el amor propio de Agatha Christie, que se apresuró a elaborar un asesinato sanguinario de verdad.