Negarnos a aceptar la muerte de los seres a los que hemos perdido es el monumento más hermoso y duradero que podemos erigirles. Habitar su dolor, luchar, una vez más, no contra el sufrimiento –ya que nunca dejamos de sufrir por los seres queridos y perdidos–, sino para alcanzar, a través de dicho sufrimiento, el estado que solo su ausencia puede generar, el estado al cual, cuando vivían, no podíamos acceder, ya que aún no pertenecían al tiempo de las sombras: la entrega absoluta de nuestra memoria a su recuerdo