Y entonces Gutiérrez, el propio Gutiérrez, le había dicho que si no estaba exagerando, que al fin y al cabo había sido la Sala de Representantes, los representantes del pueblo, los que lo habían votado, y él que esos representantes habían dejado de serlo cuando decidieron usar esa representación para darle a uno el poder que deben tener todos, el poder que tiene que mantener el pueblo a través de ellos, y Alberdi que quizá pero que finalmente la decisión fue confirmada por un referéndum, y él que no quería ponerse a discutir los detalles de ese referéndum, ciudadanos obligados a votar de viva voz bajo amenaza, lo increíble de un sufragio adonde nueve mil votan de un modo y en contra sólo siete, no siete mil, siete señores, pero que aun si hubiera sido una votación seria y normal el pueblo no tiene derecho a decidir que ya no manda: que democracia es que el pueblo gobierne, a través de sus representantes pero que gobierne, y que si el pueblo decide entregar todo el poder a un hombre lo que está entregando es la democracia misma, la república, y que si al pueblo se le ocurre que necesita un rey, les preguntaba, ya exaltado, ¿estaremos de acuerdo con el pueblo? ¿Tiene derecho el pueblo a traicionarse, a disolverse, a deshacerse en los caprichos de un tirano? ¿O no seguimos a Rousseau en aquello de que si un pueblo entrega sus derechos deja de existir como tal pueblo, y que hacerlo es un acto de locura y que la locura no puede fundar nada?