Se perturbaba sólo cuando persistían en su cabeza los versos oídos en un sueño. Entonces sucumbía: toda la mañana la dedicaba a hacer memoria, con la certeza, además, de que los versos soñados habían sido de “una belleza incomparable… infinita, singular e impersonal”. Poco a poco se imponían los hábitos analíticos: los versos, se decía Valéry, no eran otra cosa más que balbuceos insignificantes, meras sílabas, meras coincidencias