Nuestro barco pesaba ciento veinte toneladas, tenía seis cañones y una tripulación de catorce hombres, sin contar al capitán, a su siervo y a mí.
Solo sobreviví yo.
Sería un viaje como tantos otros, en el que seguiríamos una ruta muy conocida que nos llevaría de Brasil a África. Esperábamos contar con un tiempo excepcional, cielos despejados y pequeñas olas encrespadas, como las del dorso de un cocodrilo.
Pero los cocodrilos saben morder, y el océano nos mordió a nosotros.