Indudablemente, la necesidad experimentada tan a menudo por Orwell de volver a legitimar un cierto grado de «conservadurismo» se deriva seguramente del imperativo de proteger el civismo y la lengua tradicional contra los efectos de la dominación de clase. Efectivamente, ninguna sociedad decente puede existir, ni siquiera concebirse, si, de acuerdo con la tradición apocalíptica fundada por San Juan y San Agustín, persistimos en celebrar la llegada del «hombre nuevo» y predicar la necesidad de hacer «tabla rasa» con el pasado. Por tanto, no podremos «cambiar la vida» si no aceptamos tomar los apoyos apropiados sobre un vasto patrimonio antropológico, moral y lingüístico cuyo olvido o rechazo ha conducido siempre a los intelectuales «revolucionarios» a edificar los sistemas políticos más perversos y asfixiantes que haya habido. En otras palabras, ninguna sociedad digna de las posibilidades modernas de la especie humana tiene la más mínima posibilidad de existir si el movimiento radical no es capaz de asumir claramente un cierto número de exigencias conservadoras. Esta es, pues, la última y primordial lección de 1984: el sentido del pasado, que incluye necesariamente cierta aptitud para la nostalgia, constituye una condición absolutamente decisiva para cualquier empresa revolucionaria que no se resigne a ser una variante inédita de los errores y los crímenes ya cometidos.