En 1720 la peste, que prácticamente había desaparecido de Europa después del gran brote de 1665, volvía inopinadamente a declararse en Marsella. En Londres muchos recordaban esa tragedia de su niñez; en cada casa se contaban terribles historias sucedidas a parientes y amigos. Las noticias que llegaban de Marsella traían ahora de nuevo el pánico y la inseguridad. Daniel Defoe, que se ganaba la vida como periodista, aunque había publicado ya dos novelas en torno —precisamente— a un personaje sometido a la angustia de una situación límite (Robinson Crusoe y Moll Flanders), había sido uno de esos niños que en 1665 sobrevivieron a la epidemia. Su preocupación por la actualidad y lo que podría ocurrir en caso de que sobreviniera otro «azote» le llevó en 1722 a escribir el Diario del año de la peste, bajo la forma de las memorias de un superviviente de la catástrofe. Aquí el personaje no es, sin embargo, un individuo, sino toda una ciudad, y al recrear sus padecimientos con tanta viveza y realismo —sirviéndose de estadísticas y tratados de medicina tanto como de patéticos episodios personales— Defoe consiguió algo insólito: como apunta Anthony Burgess en la introducción a esta edición, el motivo de que este libro se haya convertido en un clásico es que «además de aceptarlo como ficción, cada generación lo ha leído también como Historia».