Werner Herzog, cineasta genial y aventurero irredento, se fue a la selva amazónica a finales de los setenta, tardó un par de años en filmar Fitzcarraldo (el tiempo que le tomó subir un barco a una montaña) y dejó escrito este libro que, según él, es lo mejor que ha hecho. Un diario de rodaje que es un texto febril, alucinado, que puede leerse como un thriller repleto del lirismo y el delirio de la selva.
«Con la desquiciada furia de un perro que ha hincado los dientes en la pierna de un ciervo ya muerto y tira del animal caído hasta el extremo de que el cazador abandona todo intento de calmarlo, se apoderó de mí una visión: la imagen de un enorme barco de vapor en una montaña. El barco que, gracias al vapor y por su propia fuerza, remonta serpenteando una pendiente empinada en la jungla, y por encima de una naturaleza que aniquila a los quejumbrosos y a los fuertes con igual ferocidad, suena la voz de Caruso, que acalla todo dolor y todo chillido de los animales de la selva y extingue el canto de los pájaros. Mejor dicho: los gritos de los pájaros, porque en este paisaje inacabado y abandonado por Dios en un arrebato de ira, los pájaros no cantan, sino que gritan de dolor, y árboles enmarañados se pelean entre sí con sus garras de gigantes, de horizonte a horizonte, entre las brumas de una creación que no llegó a completarse. Jadeantes de niebla y agotados, los árboles se yerguen en este mundo irreal, en una miseria irreal; y yo, como en la stanza de un poema en una lengua extranjera que no entiendo, estoy allí, profundamente asustado.»