Mi pene se endureció con su mirada, que cambió de la inocencia a la seducción. Ambos sabíamos dónde iba a terminar esto, aunque ninguno de los dos lo habíamos hecho todavía, y aunque no iba a ocurrir precisamente ese día. Llevó la punta de sus dedos hacia sus labios húmedos y comenzó a chuparlos, sin sacar la vista de mis ojos hambrientos.
—¿Tengo que pedir por la salvación de mi alma? —Rio.