Los artistas de circo nos preguntamos con desesperación cómo sorprender a los espectadores. Ser perfectos en la tradición no basta. Intentamos, entonces, el exceso en las suertes conocidas: un salto mortal con cinco vueltas en el aire, malabares con diez yunques y diez plumas, tragarnos un paraguas, o un poste de alumbrado, sostener en la cuerda floja una pirámide humana del tamaño de una pirámide egipcia, entrar a una jaula con trescientos cincuenta leones y dos tigres, hacer desaparecer para siempre a los enemigos de una persona del público elegida al azar.
¿Cómo sorprender a los espectadores? En los nuevos circos, adornamos los viejos trucos con el vestuario, con la coreografía, con las luces, con la actuación.
Pero a medida que envejecemos nuestros cuerpos ya no resisten los excesos, y ya no somos lo bastante bellos, lo bastante cómicos, lo bastante elásticos, lo bastante ingeniosos para formar parte de los nuevos circos. ¿Cómo sorprender a los malditos, a los cínicos espectadores que ya lo han visto todo? En un intento de brindar el espectáculo supremo, nos dejamos morir entre aplausos sobre la arena y no es suficiente, no es suficiente. Eso lo hace cualquiera.