Mamá dejó esa misma noche al enamorado del carro deportivo y, al año, ella y papá se casaron en una boda épica donde se comieron todos los camarones del mundo, compraron electrodomésticos, se mudaron de ciudad, les nació una niña, vacacionaron en la playa, se deformaron las cabezas hasta volverse irreconocibles para sí mismos, aprendieron los códigos ocultos en el silencio de cada uno, se llamaron con nombres inventados y con ruidos en clave –papá tres silbidos agudos, mamá una nota tarareada– se quisieron, se odiaron, se volvieron a querer, se hicieron mayores y un día salvaron a una perrita del abandono para que se muriera pocas horas más tarde envenenada con matarratas