El Canon Occidental

El arte es absolutamente inútil, según el sublime Oscar Wilde, que tenía razón en todo.

La muerte de Lear es para él una liberación, pero no para los supervivientes: Eduardo, Albany, Kent. Y tampoco para nosotros hay liberación.

Una lectura perceptiva de La tragedia del rey Lear nos deja con una sensación de haber sido arrojados hacia afuera y hacia abajo, hasta más allá de todos los valores, despojados de todo.

Quizá percibimos que Eduardo es el representante personal de Shakespeare en la obra, en contraste con el marlowiano Edmundo.

El Yahvé de J, que domina el fragmento primordial del Génesis, Éxodo y Números, es tan irascible y a veces tan loco como Lear.

Renunciar al amor, elegir la muerte y reconciliarse con la necesidad de morir es más propio del príncipe Hamlet, pero no encaja con el rey Lear.

El más asombroso de los logros de Shakespeare consiste en haber sugerido más contextos para explicarnos a nosotros de los que nosotros somos capaces de proponer para explicar a sus personajes.

La sinceridad no conduce directamente a la verdad, y la literatura de imaginación se sitúa en algún lugar entre la verdad y el sentido, un lugar que en una ocasión comparé a lo que los antiguos gnósticos denominaban el kenoma, la vacuidad cosmológica en la que erramos y lloramos, tal como escribió William Blake.

pero a Tolstói le debemos el haber encontrado las verdaderas razones de la fuerza y el pecado de Shakespeare: la falta de límites religiosos y morales.

Pero este tipo de pensamiento nos resulta ahora penosamente familiar; uno de mis colegas más jóvenes me dijo que valoraba Meridian de Alice Walker por encima de El arco iris de la gravedad, de Thomas Pynchon, porque Pynchon mentía y Walker encarnaba la verdad.