Septiembre de 1944. Vasili Grossman llega a Treblinka con las tropas de Stalingrado del general Chuikov, trece meses después de la revuelta en el campo de exterminio. Por orden de Himmler habían sido demolidas todas las edificaciones, en el vano intento de volver irreconocible el lugar. Por todas partes afloraban las huellas de los asesinados. Las cenizas eran transportadas por los campesinos, por un camino que «se había vuelto negro como una faja de luto [...]. El procedimiento ocupaba a veinte carros cada día, y a cada carro le tocaban de seis a ochos cargas diarias (entre ciento veinte y ciento treinta kilos de cenizas cada vez)». En cuanto al suelo: «La tierra del lager estaba sembrada de altramuces y uno de los carceleros, Streben, se había construido allí su casita. Ya no existe, también ha sido quemada.» La tierra «vomita pedazos de hueso, dientes, papel, objetos; no los quiere, estos secretos». Grossman avanza, sobre el campo de altramuces: «Seguimos caminando sobre esa tierra sin fondo, después nos detuvimos. De golpe. Cabellos rubios de reflejos cobrizos, cabellos ondulados, tupidos, ligeros, encantadores de una muchacha se mezclan con la tierra pisada. A poca distancia otros bucles claros, y después trenzas negras, pesando sobre la arena clara, y después otras cabelleras y otras más todavía. Debe de ser el contenido de una bolsa –¡solo una!– olvidada, que no se llevaron. La última, absurda esperanza de que se trate solo de una pesadilla se desvanece. Mientras tanto, las vainas de los altramuces crujen, crujen, y las semillas tamborilean sobre el terreno como si en verdad, desde debajo de la tierra, se levantasen los toques a muerto de una infinidad de minúsculas campanas.»