En La vida secreta, Andrew O’Hagan hibrida géneros para contarnos tres historias verdaderas con perfecto conocimiento de causa, con la premisa de que nuestra época, determinada por internet, sufre una fuerte crisis de identidad que incita a los individuos a inventarse, ocultarse, multiplicarse y transformarse en la medida de sus deseos y/o necesidades.
En 2011 a O’Hagan le propusieron escribir la «autobiografía» de Julian Assange, el fundador de WikiLeaks, y durante meses estuvo en estrecha relación con él. La primera de estas «historias verdaderas» describe la curiosa metamorfosis del célebre hacker que por casualidad se convirtió en campeón de la libertad de expresión (cuando recibió un paquete con miles de documentos sobre la política exterior de Estados Unidos). La segunda historia es una especulación probabilística sobre un ciudadano del que O’Hagan no sabe nada: el autor va a un cementerio, busca un difunto real, toma sus datos y solicita un pasaporte con ellos. La tercera retrata a un hombre desdichado, un hombre perseguido por su propia facilidad para ganar dinero y por la Agencia Tributaria australiana: nada menos que el (presunto) inventor del bitcoin. Un genio de las matemáticas del que en ningún momento se sabe si dice la verdad.