«La muerte del jefe gringo permitió que nacieran los hermanos que tengo y no los que pudieran haber nacido en Nueva York. Sólo yo estaba ya definido. Esos muchachos, mis hermanos, que habrían jugado basquetbol en Brooklyn, ido al Yankee Stadium para echar porras a los Dodgers de Brooklyn al ritmo del órgano de vapor, que habrían trabajado a finales de los años sesenta y principios de los setenta en la construcción de un par de torres que serían las más altas de Nueva York, y ahora tendrían hijos y nietos “americanos” de segunda y tercera generación, no nacieron. Sus novias y novios, luego esposas y esposos, sin duda nacieron pero, a la estación Canal con Bowery o a la Park y la 23, no llegó mi hermano, y aquella mujer para la que habría sido “el hombre de su vida” subió al metro en la línea 6 rumbo a su trabajo en las pizzas de la 110 y meses más tarde conoció un cliente con el que se casó.»