Yo no PODÍA seguir fuera más tiempo. Me levanté y entré en el salón.
Millie le estrujaba entre sus brazos y dirigía su mirada hacia abajo, a su catalejo. Él parecía un pez sobre el hielo.
Millie debió de pensar que yo quería hablar con él sobre los procedimientos editoriales.
—Perdona, pero tengo que peinarme —dijo, mientras se marchaba de la habitación.
—Qué simpática es, ¿verdad, señor Burnett? —le pregunté.
Él, tratando de recobrar un buen aspecto, se estiró la corbata.
—Perdone —dijo—, ¿por qué insiste en llamarme «señor Burnett»?
—Hombre, ¿no lo es usted acaso?
—Yo soy Hoffman. Joseph Hoffman. Vengo de la Compañía de Seguros Curtis Life y he venido por la postal que nos envió.
—Pero yo no he enviado ninguna postal.
—Nosotros recibimos una.
—No les he enviado nunca nada.
—¿No es usted Andrew Spickwich?
—¿Quién?
—Spickwich. Andrew Spickwich, de la calle Taylor, 3631.
Millie regresó y volvió a engancharse a Joseph Hoffman. Yo no tuve el valor de decirle nada.
Cerré la puerta con mucha suavidad, bajé las escaleras y me fui a la calle. Anduve calle abajo parte de la manzana y, entonces, vi cómo se apagaban las luces.
Corrí como un loco hacia mi habitación, con la esperanza de que quedara algo de vino en aquella jarra enorme que había encima de la mesa. Sin embargo, nunca creí que fuera a tener tanta suerte, porque encarno una de esas odiseas que viven determinado tipo de personas: difusa oscuridad, reflexiones poco prácticas y deseos reprimidos.