Charles Bukowski

Secuelas de una larguísima nota de rechazo

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  • martehas quotedlast year
    Yo no PODÍA seguir fuera más tiempo. Me levanté y entré en el salón.

    Millie le estrujaba entre sus brazos y dirigía su mirada hacia abajo, a su catalejo. Él parecía un pez sobre el hielo.

    Millie debió de pensar que yo quería hablar con él sobre los procedimientos editoriales.

    —Perdona, pero tengo que peinarme —dijo, mientras se marchaba de la habitación.

    —Qué simpática es, ¿verdad, señor Burnett? —le pregunté.

    Él, tratando de recobrar un buen aspecto, se estiró la corbata.

    —Perdone —dijo—, ¿por qué insiste en llamarme «señor Burnett»?

    —Hombre, ¿no lo es usted acaso?

    —Yo soy Hoffman. Joseph Hoffman. Vengo de la Compañía de Seguros Curtis Life y he venido por la postal que nos envió.

    —Pero yo no he enviado ninguna postal.

    —Nosotros recibimos una.

    —No les he enviado nunca nada.

    —¿No es usted Andrew Spickwich?

    —¿Quién?

    —Spickwich. Andrew Spickwich, de la calle Taylor, 3631.

    Millie regresó y volvió a engancharse a Joseph Hoffman. Yo no tuve el valor de decirle nada.

    Cerré la puerta con mucha suavidad, bajé las escaleras y me fui a la calle. Anduve calle abajo parte de la manzana y, entonces, vi cómo se apagaban las luces.

    Corrí como un loco hacia mi habitación, con la esperanza de que quedara algo de vino en aquella jarra enorme que había encima de la mesa. Sin embargo, nunca creí que fuera a tener tanta suerte, porque encarno una de esas odiseas que viven determinado tipo de personas: difusa oscuridad, reflexiones poco prácticas y deseos reprimidos.
  • martehas quotedlast year
    Empecé a pensar en lo que ponía. Siempre había tenido el mismo problema. Ya en la facultad me había sentido arrastrado a la difusa oscuridad. La profesora de relato breve me llevó una noche a cenar y a un espectáculo, y me echó un sermón sobre las bellezas de la vida. Anteriormente le había entregado uno de mis relatos en el que yo era el personaje principal. En el relato contaba que una noche bajaba a la playa y comenzaba a meditar sobre el sentido de Cristo, sobre el sentido de la muerte y sobre el sentido, la plenitud y el ritmo que tienen todas las cosas. En ese instante, en medio de mis meditaciones, aparecía un vagabundo con los ojos llorosos. Iba dándole patadas al suelo y me echaba la arena en la cara. Entonces, entablaba una conversación con él, le compraba una botella y empezábamos a beber. Nos emborrachábamos y, a continuación, nos íbamos a una casa de mala reputación.

    Después de la cena, la profesora abrió su bolso y sacó el relato de la playa. Lo desdobló hasta la mitad aproximadamente, hasta el punto en que
  • martehas quotedlast year
    Entré en la cocina, me senté en el rincón del desayuno, bajé la mirada y comencé a examinar las flores del mantel. Intenté arrancarlas rascando con una uña. Ya resultaba suficientemente duro compartir el amor de Millie con el vendedor de queso y con el soldador. Millie estaba agachada; su cuerpo a la altura de las caderas. ¡Joder, joder!

    Me quede allí sentado y, después de un rato, saqué del bolsillo la nota de rechazo y la releí. Había empezado a ponerse parduzca por los pliegues, que además estaban empezando a romperse. Tenía que dejar de leerla; debía meterla en un libro y colocarla entre las páginas, como se hace con las rosas cuando se quiere aplastarlas.
  • martehas quotedlast year
    —Hasta aquí —dijo—, hasta aquí, esto es muy bueno; de hecho, es excelente.

    En ese momento, me fulminó con la mirada, con esa mirada que sólo pueden tener los que poseen inteligencia artística y que, sin embargo, han caído en las garras del dinero y de la posición.
  • martehas quotedlast year
    Millie me abrazó aún más fuerte y bajó su mirada hacia mi catalejo. Yo sentía una impotencia considerable. Me sentía como el pez que, aún vivo, reposa un viernes por la mañana sobre el hielo del mostrador de la pescadería.
  • martehas quotedlast year
    Millie, Millie; tus contornos son sencillamente perfectos, tu cuerpo se desliza terso hasta las caderas y amarte es tan sencillo como ponerse unos guantes cuando el termómetro marca cero grados.
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