1917. Una fecha es una fecha. Los historiadores fechan. Es decir: ponen banderines en las líneas de tiempo para indicar que se pasa de una cosa a otra. Parece fácil, pero no. Detrás de ese número aséptico hay, con frecuencia, todo un campo de batalla en el que se juega el “conflicto de las interpretaciones”: la fecha, ese puente entre dos mundos, tiene que ser justificada, argumentada, defendida o refutada. En los espacios entre cuatro números se cuelan posicionamientos teóricos, filosóficos, ideológicos, políticos. En el límite, enteras concepciones del tiempo histórico. Hay muchas otras, claro está. Pero solo una, entre las más importantes cumple, este año, cien. Los números redondos, ya se sabe, son engañosos. Por un lado, es casi imposible sustraerse a la fascinación de la redondez: “cien” o “mil” evocan una suerte de completud, una totalidad (en cambio —creo que era Borges quien lo decía— “mil y una”, como las noches, produce una pequeña diferencia que se abre al infinito), y convocan a lo que se suele llamar “balance y perspectivas” (un título clásico de uno de los líderes de Octubre del 17).