raptan sus hermanos de la orden del Monte Carmelo. Dos días arriba de una mula con los ojos vendados. Su celda de la prisión-convento Nuestra Señora del Carmen de Toledo no tiene ventanas. La luz entra por una ranura luego de atravesar un largo pasillo, solo un par de horas al día. Estrecha como un closet, es incapaz de ponerse de pie. Lo sacan únicamente para azotarlo. Primero a diario, luego tres veces por semana, y finalmente solo los viernes, ya que responde al suplicio con silencio, de rodillas frente al círculo de cuarenta religiosos que se turnan la varilla. Le ofrecen riqueza, salvación y gloria. San Juan de la Cruz decide comer sardinas del suelo, beber el agua que se empoza, lamiendo como un perro. La lana de su túnica, tiesa de sangre y excremento, se pega a las costras de su espalda, la piel de sus pies se descascara por el frío. Tras nueve meses, escapa con la ayuda de un guardia. Corre por las calles de Toledo bajo la luna llena. Se desploma en los brazos de un grupo de carmelitas. Las descalzas le ofrecen peras con canela, lo único que su cuerpo puede soportar, pero el hombre siente que la muerte le ha seguido los pasos y dicta las primeras treinta estrofas del Canto Espiritual, compuestas durante su noche oscura del alma. Convalece dos meses en un hospital, poco más que piel sobre huesos, tan cercano a su prisión que puede ver los muros tras los cuales encontró el rostro de su Dios.