Desde muy joven, Giles Smith se sintió atraído por el universo del pop: por las canciones que sonaban en la radio, por los conciertos en directo que veía en la televisión, por los singles de siete pulgadas que compraba o hurtaba, por la iconografía pop, los peinados estrambóticos, las guitarras eléctricas Empezó a comprar discos, a clasificarlos y atesorarlos, a imitar a sus ídolos, a Marc Bolan de T. Rex, sobre todo, y a tocar en grupos de escuela, mientras soñaba en convertirse en una estrella del pop.
Creció en la anodina ciudad británica de Colchester, donde jamás nació músico alguno, donde lo más memorable que jamás sucedió en relación con el pop es la anécdota apócrifa que cuenta que los Beatles se detuvieron a comprar caramelos en una tienda de ultramarinos de camino a un concierto.
Su amor por el pop le llevó a tocar, tras un errático periplo juvenil en bandas amateur que nadie contrataba, en los Cleaners from Venus, un grupo que nunca llegó a nada y que, a pesar de lograr fichar para RCA en Alemania, no trascendió. Pero grabaron un disco, que, a la postre, es lo que cuenta. Un disco cuya grabación se hizo en un tugurio con un equipamiento técnico lamentable y donde el grupo a veces pernoctaba. Pero nada importaba. Solo el disco. Grabar un disco.
Esta es la historia de un fracaso y de un amor indeleble. Con un humor finísimo, Smith evoca sus sueños de juventud, los grupos en los que tocó, los discos que escuchó y coleccionó, los años en los que, en definitiva, desarrolló una pasión inextinguible por la música popular y su cultura.