Difícilmente se puede imaginar una extrañeza mayor entre dos “elecciones civilizatorias” básicas que la que estaba dada entre la configuración cultural europea y la americana. Fundada seguramente en los tiempos de la primera bifurcación de la historia, de las primeras separaciones “occidentales” respecto del acontecer histórico central, el “oriental”, la extrañeza entre españoles e indios –a despecho de las ilusiones de los evangelizadores renacentistas– era radical, no reconocía terrenos homogéneos ni puentes de ninguna clase que pudieran unificarlos. Temporalidad y espacialidad eran dimensiones del mundo de la vida definidas en un caso y en otro no sólo de manera diferente, sino contrapuesta. Los límites entre lo mineral, lo animal y lo humano estaban trazados por uno y por otro en zonas que no coincidían ni lejanamente. La tierra, por ejemplo, para los unos, era para que el arado la roturara; para los otros, en cambio, para que la coa la penetrara. Resulta así comprensible que, tanto para los españoles como para los indios, convivir con el otro haya sido lo mismo que ejercer, aunque fuera contra su voluntad, un boicot completo y constante sobre él.