Papá sonrió.
—Te he subido el sueldo a veinticinco centavos al día.
La aritmética no era mi fuerte, pero veinticinco centavos al día sonaba a cantidad colosal.
—¡Jo, gracias, papá! —exclamé.
—Idea de Frank —dijo papá generosamente.
Miré a Gagliano y sonreí con gratitud y culpabilidad. Había juzgado mal a aquel hombre. Los ateos podían ser buena gente, después de todo.