Estoy sentada en el salón de clases de mi infancia. El sol ha depositado algunas líneas diagonales sobre los pupitres de mis compañeras. Un lado se ve sombreado, el otro brillante. Estamos atentas, en apariencia, al sopor que causa la voz monótona del maestro. Nos habla de las culturas prehispánicas, de nuestro pasado común, de nuestros orígenes. Hay algo de eso que no reconozco, que se me impone como un artificio porque no embona con las historias que me han contado en casa sobre mi pasado. Algo se disloca. En el vacío que ha dejado ese desprendimiento, las versiones de mis padres y abuelos sobre nuestros orígenes se imponen. Nos hablan de los fenicios, de la Primera Guerra Mundial, de la hambruna, de los barcos que salen de Beirut con destino a América, de su decisión final de quedarse en México, de las paradas en Cuba, Tampico, Veracruz y otros puertos, de la necesidad de asimilarse para no ser llamados turcos, del aturdimiento que inflige el idioma ajeno. El maestro llama nuestra atención pero a mí no me interesan sus historias. No suenan reales. Ni mucho menos, mías.