Beatriz Segura se presenta con dos manuscritos en El Gurugú, la casa de Alberto, mentor y amante, quien permanece inválido tras un atentado que sufrieron años atrás en Indonesia. El primer documento es el diario de a bordo de un criminal sin escrúpulos. En el otro, Beatriz, la hermosa y vivaracha joven, cuya desenfadada sexualidad refleja la libertad de espíritu de la mujer del tercer milenio, relata cómo se ve envuelta en una serie de muertes accidentales. La insaciable curiosidad de la investigadora licenciosa le empuja a averiguar si hay algo más detrás. Para ello, usa sin reparo los recursos a su alcance: su amistad con un guardia civil, los contactos y la sabiduría de Alberto, su arrojo y, sin pudor alguno, sus armas de mujer. Más que a través de un método detectivesco al uso, la perseverancia de un inagotable perro de presa y un espíritu ardiente e intrépido le permitirán descubrir qué se esconde tras esa espiral que va sembrando de cadáveres la isla balear y que parece no tener fin. Su investigación la llevará a intimar con resignados ancianos, ardorosas prostitutas, estirados ejecutivos, camareros aprovechados y esposas marido-dependientes, a quienes, en cuanto le es posible, grabará con su cámara de video para regalar las impúdicas cintas a su impedido amante y protector, a modo de consuelo. Con su sensualidad consigue las colaboraciones que no hubiera logrado el detective más persuasivo. Complementándolo con una intuición innata, logrará averiguar la verdad, aunque para ello tenga que compartir la agonía de un suicida y ser cómplice de un asesinato.