Papá siempre tiene grandes sorpresas. Ahora fue un libro.
Uno grande como un gigante. Mejor: ¡como un gigante en hombros de otro gigante!
Me encanta, si bien tiene un gran inconveniente: no hay lugar en casa donde Debí dejarlo en el patio.
Es un libro de cuentos clásicos, dijo Papá. Si yo voy dentro de sus páginas encontraré los corsarios de la Malasia, cerditos y brujas, miguitas de pan perdidas, vaqueros y soldados.
Una tarde hice la prueba. Un murmullo surgió apenas abrí un par de hojas. El de una ballena! ¡Y luego un delfín y peces voladores!
Volví a casa muy entusiasmada. Papá me sentó en su regazo y se río con mis zapato al hada madrina de una hacendosa niña ceniza. Esos bravos indios con sus arcos y flechas cabalgando sobre los potros más veloces sobre la pradera interminable de un planeta púrpura.
Al final, Papá se puso serio.
—No olvides que debes hallar un lugar donde guardar ese libro —me dijo—.
Esa es tu responsabilidad.
Lo sabía y lo haría, pero no en ese momento. Tenía todavía demasiado por Unos días después, ya sabía entrar y salir velozmente de las historias y pasar sin pausa las enormes páginas. Podía personificar a una capitana en un bergantín volando por los mares del Océano Pacífico. O tal vez disfrazarme de mariposa y suspirar al oído de una niña que un lobo ladino planeaba devorarse a su abuela.
También me las arreglaba para ayudar a plantar habichuelas mágicas a un niño que quería robar la gallina millonaria del ogro dormilón.