Roma fue la cuna de la promiscuidad, del desenfreno sexual, de las orgías, de lo pornográfico, del incesto, del adulterio, de las relaciones contra naturaleza. Con mucha razón, Pablo, en el año 56 d. C., al escribirle a la Iglesia establecida en Roma, declaró: «Por eso Dios los dejó desbordarse y realizar perversidades hasta el punto de que sus mujeres se rebelaron contra el plan natural de Dios y se entregaron al sexo unas con otras. Y los hombres, en vez de sostener relaciones sexuales normales con mujeres, se encendieron en sus deseos entre ellos mismos, y cometieron actos vergonzosos hombres con hombres y, como resultado, recibieron en sus propias almas el pago que bien se merecían… Dios los abandonó a que hicieran lo que sus mentes corruptas pudieran concebir…, siempre pensando en nuevas formas de pecar y continuamente desobedeciendo a sus padres» (