A modo de respuesta a Occupy, esto es, como mínimo, patético. Cuando El Caballero Oscuro surgió en 2008 había muchos debates acerca de si se trataba de una metáfora de la guerra contra el terrorismo: ¿hasta dónde está bien que lleguen los buenos (es decir, nosotros) a la hora de adoptar los métodos de los malos? Es probable que, en efecto, los cineastas estuvieran planteándose esas preguntas, y que, aun así, fueran capaces de hacer una buena película. Pero la guerra contra el terrorismo era una batalla de redes secretas y espectáculos de manipulación. Comenzó con una bomba y acababa con un asesinato. Casi puede pensarse de ella que era, por ambos bandos, un intento de revivir una versión en cómic del universo. Una vez el auténtico poder constituyente aparece en escena, todo ese universo se deshizo en incoherencias, incluso llega a parecer ridículo. Había revoluciones en marcha en Oriente Medio y Estados Unidos gastaba cientos de miles de millones de dólares luchando contra un grupo improvisado de estudiantes de seminario en Afganistán. Lamentablemente para Nolan, con todo su poder manipulador, el mismo tipo de cosa le pasó a su mundo cuando siquiera un indicio de poder popular llegó a Nueva York.