Cuánto dolor me habría ahorrado si hubiera sabido que iba a terminar así: allí estaba, Giacomo Costantini, el hijo-modelo, el estudiante-modelo, el hincha-modelo, el arma con la que mi padre había intentado aniquilarme, y ahora, de repente, era el monstruo feroz e indefendible por el que nadie estaba dispuesto a sentir la más mínima piedad