La senda del perdedor

Qué tiempos tan frustrantes fueron aquellos años: tener el deseo y la necesidad de vivir pero no la habilidad.

Mi sentimiento amoroso por ella no era sexual.

Sólo deseaba que me envolviera con su almidonada blancura y juntos nos desvaneciéramos del mundo. Pero jamás lo hizo. Era demasiado práctica. Tan sólo me recordaría cuál era mi siguiente cita

Y entonces vino Hemingway. ¡Qué subyugante! Sabía cómo escribir una línea. Era puro gozo. Las palabras no eran abstrusas sino cosas que hacían vibrar tu mente. Si las leías y permitías que su hechizo te embargara, podías vivir sin dolor, con esperanza, sin importarte lo que pudiera sucederte.

Ni alegre ni deprimido; todo parecía ser sólo una continuación.

A mi padre le gustaba el refrán: «Quien temprano se acuesta y temprano se levanta, sabiduría, riqueza y salud alcanza.»
Pero en él no había funcionado en absoluto.

Mis padres no estaban allí. Me cercioré de ello. Di otra vuelta y lancé un vistazo general.
Daba lo mismo. Un chico duro no los necesitaba.

No sabía si era desgraciado. Me sentía demasiado miserable para ser desgraciado.

Tus padres no te dan mucho cariño, ¿verdad?
—No me hace falta —dije.
—Henry, todo el mundo necesita cariño.
—Yo no necesito nada.

Entonces me atizó. El primer golpe me produjo más impresión que dolor. El segundo me hizo más daño. Cada golpe iba incrementando el dolor.

¿Qué importaba eso? Lo que yo quería era vivir en una cueva en el Colorado con víveres y comida para tres años. Me limpiaría el culo con arena. Cualquier cosa, cualquier cosa que evitara que me ahogase en esta existencia monótona, trivial y cobarde.