Cuando el coche de Semon Dye empieza a lanzar vapor y le deja tirado a la entrada de la propiedad de Clay Horey, el lector sabe que de allí en más solo habrá problemas.
Bienvenido por los habitantes de un pueblo de una sola calle, donde la única iglesia se usa para almacenar fertilizantes, Semon Dye no tarda en seducir esposas y ex esposas, beberse todo el whisky, hacer trampa a los dados, ostentar armas y ocultar solo a medias su pasado de convicto.
Pero nada de esto impide que el pueblo entre en trance cada vez que usa la palabra divina: su personalidad magnética ha echado un maleficio sobre ellos, que prefieren perderse a perder de vista al predicador.