La idea de que habito en un animal, de que incluso en la biblioteca, mientras leo los Prolegómenos de Kant o A la sombra de las muchachas en flor, albergo en mi interior entrañas pegajosas, sistemas y aparatos gorgoteantes, sustancias nutritivas y sustancias pútridas, de que mis glándulas secretan hormonas, de que mi sangre transporta azúcar, de que tengo flora intestinal, de que en mis neuronas unas bolsas llenas de sustancias químicas descienden por microtubos y las liberan en los espacios entre las sinapsis, de que todo eso sucede sin mi conocimiento ni mi voluntad, por razones que no son las mías, me resulta incluso hoy en día monstruosa, el producto de una mente saturnina y sádica, que ha recorrido probablemente eones para imaginar cómo se puede humillar, aterrorizar y torturar con mayor crueldad una conciencia. Sí, vivo en un animal compartimentado, resbaladizo, mucilaginoso, en continuo tormento por una bocanada de aire, un tubo que aspira materia estructurada y elimina materia desestructurada, que se arrastra un nanosegundo en una mota de polvo de un universo grandioso y abyecto, mirando hacia arriba, a través de la película de la atmósfera, hacia las otras motas de polvo más cercanas desperdigadas por la bóveda celeste. Esperando algo, algo que no llegará nunca, durante toda la eternidad.