Cuando llegamos al hospital, mi madre hizo algo –también absolutamente típico– que en aquel momento me avergonzó y que desde entonces me enfurece. Al acercarse a la habitación de mi padre dijo que entraría antes que yo. Supuse que era para comprobar que él estaba «decente», o por algún otro impreciso propósito conyugal. Pero no. Explicó que no le había dicho a papá que yo iba a verle ese día (¿por qué no? Control, control; de la información, por lo menos), y que sería una bonita sorpresa. Así que entró ella primero. Me retiré, pero pude ver a mi padre desplomado en su silla, la cabeza sobre el pecho. Ella le dio un beso y dijo: «Levanta la cabeza.» Y a continuación: «Mira a quién te he traído.» No dijo: «Mira quién ha venido a verte», sino: «Mira a quién te he traído.» Nos quedamos alrededor de media hora, y mi padre y yo compartimos dos minutos comentando un partido de la copa FA (Leeds 0 - Manchester United 1, gol de Mark Hughes) que los dos habíamos visto en la televisión. Por lo demás, fue como los cuarenta y seis años anteriores de mi vida: mi madre siempre presente, parloteando, organizando, enredando, controlando, y mi relación con mi padre reducida a un guiño o mirada ocasionales.