Marginados de las francachelas colectivas, pronto se dieron cuenta de que su destino era convertirse en intelectuales. Aquel designio les venía como anillo al dedo: lo único que debían hacer era memorizar apellidos rusos –escritores, directores de cine y amantes de poetas– y tener la capacidad de discernir entre lo fenomenal y lo pútrido. En aquellos años, lo in eran los muralistas, Nicaragua, Fidel y, por encima de todo, ese dios rollizo y tropical que había inventado Macondo; lo out, los gringos, el PRI y, en especial, ese demonio rollizo y altanero llamado Octavio Paz (en los años subsecuentes, los elementos se intercambiarían con pasmosa rapidez).