Ahora bien, la conversación no era sólo una huida del mundo: era una educación para el mundo, y también la única de la que muchos podían disfrutar. Su utilidad resultaba tan evidente que hasta los diccionarios exaltaban sus virtudes: «Se ha de amar la conversación: es la riqueza de la sociedad, y gracias a ella se estrechan y se afianzan las amistades», se lee en el de Richelet. «La conversación pone en obra los talentos de la naturaleza y los refina. Purifica y endereza el espíritu y constituye el gran libro del mundo»757. Madame de Sévigné recomendaba a Madame de Grignan que encontrase un poco de tiempo para conversar con su nieta de quince años, porque supondría para ella una enseñanza más útil que cualquier literatura758; pasado un siglo, Madame Necker quería que, siendo aún niña, su hija se sentase a su lado, en un escabel, para escuchar las charlas que se mantenían en su salón. En la conversación era donde se aprendían «las bellezas de la lengua»759, se formaba el gusto y se adquiría, sin esfuerzo y sin dificultad, la cultura ecléctica y brillante tan necesaria para vivir en sociedad