En New Bedford, Massachusetts, fue fundado el Museo The Harpoon.
El proyecto cuajó un día en que Mr. Brummel, el dueño de uno de los astilleros navales más importantes de la región, se encontraba en The Harpoon, su taberna favorita, leyendo el diario, mientras saboreaba una copa de brandy, cuando un haz de luz que entró por la ventana reverberó contra una cuchara de metal y fue a dar contra su rostro, encegueciéndolo. Súbitamente tomó conciencia de que todo lo que estaba percibiendo en aquel preciso instante –humo, barbas, cráneos calvos– terminaría, tarde o temprano, deglutido por la tierra o el fuego. Le entró pavor. Subiéndose a una mesa, se puso a mascullar, tambaleante:
–Caballeros...
Se le acercaron varios marineros, también tambaleantes, en busca de diversión. Mr. Brummel dijo, martillando cada sílaba:
–¡Desengáñense! Creemos que lo que fue, ha sido y es, seguirá siendo por los siglos de los siglos. Nada menos seguro. Las tumbas ya están abiertas, aguardando nuestra llegada. El abismo sin fondo tiene suficiente lugar para todos. No se apresuren. Nadie escapará al gusano que roe y al hongo que pudre.
Le rogaron que se callara. Pero Mr. Brummel prosiguió, cada vez más excitado.
–El fondo del mar está plagado de esqueletos de naves que naufragaron con todos sus tesoros y tripulación. ¿Acaso no han oído hablar de ciudades que en un instante desaparecieron, sepultadas por el barro o la lava, con sus palacios, estatuas, reyes, dioses y gramáticas?
Así como Nínive, Cartago o Roma se derrumbaron, arrastrando en la caída imperios que se consideraron indestructibles, del mismo modo Londres, París, Nueva York y hasta New Bedford, con The Harpoon y sus risueños bebedores, serían en un futuro próximo un montículo de huesos, escombros y chatarra.
Por más que fue abucheado, Mr. Brummel continuó el sermón, alzando el tono de voz. Los clientes comenzaron a abandonar el lugar. No era para menos. Yo también habría hecho lo mismo. Cuando el dueño se le acercó, dispuesto a echarlo a las patadas, Mr. Brummel sacó un talonario de cheques y le compró la taberna, los muebles, las mesas de billar, los ceniceros y los periódicos. Ofreció billetes a los parroquianos que habían escuchado su prédica hasta el final, para que se dejaran fotografiar.
A la semana siguiente, comenzaron las obras de refacción para transformar The Harpoon en un museo que reproduciría, en los menores detalles, con humo, olores, maniquíes, imágenes, paneles explicativos, y hasta grabaciones estereofónicas, la epifanía de Mr. Brummel.