Cuando el Museo Flotante levaba anclas y desaparecía lanzando un penacho de humo, muchas pequeñas ciudades y grandes pueblos decidieron abrir su propio museo. No contaban con pterodáctilos o velociraptors, ni siquiera con una mandíbula homuncúlida. No tenía la menor importancia. Gracias a la generosidad de los patrocinadores locales, reunieron una primera colección con lo que había en la zona.
En un tiempo récord, fueron inaugurados, no sin orgullo, el Museo del Bisonte de Bismark, el Museo de las Grandes Praderas de Omaha o el Museo Meteorológico de Saint Louis, que invitaba a sus visitantes a contemplar, en vitrinas perfectamente impermeabilizadas, diferentes formas de lluvia, granizo o nieve, producidas por mecanismos de riego o refrigeración