Cada viajero tenía un motivo diferente para dirigirse al sur: la contemplación de las ruinas clásicas, los efectos beneficiosos del sol, la búsqueda de amores prohibidos o de un escondite para una relación ilícita. Y para algunos afortunados, aquel viaje deparaba insospechados y gozosos descubrimientos. Porque el amante del Mediterráneo ve el mar más azul, el cielo más índigo, la silueta de los árboles más definida y elegante en Italia o Grecia. Se pasea arrobado, con la mirada alterada del enamorado y desprovista de las telarañas de la cotidianeidad, como el místico que contempla la belleza del mundo porque ve las cosas como si fuera la primera vez.