¡No, no he perdido la fe! La crueldad de la prueba, su brusquedad de rayo, inexplicable, han trastornado mi razón, mis nervios, agotando —¿quién sabe si para siempre?— el espíritu de oración, llenándome hasta los bordes de una resignación tenebrosa, más horrible que los grandes sobresaltos de la desesperación, esas caídas inmensas del ánimo, pero mi fe ha quedado intacta, la siento. ¿Dónde está? No puedo alcanzarla. No la encuentro ni en mi pobre cerebro, incapaz de asociar correctamente dos ideas, que no tiene más que imágenes delirantes, ni en mi sensibilidad, ni tan siquiera en mi conciencia. Algunas veces llega a parecerme que se ha alejado, que subsiste donde yo no me hubiera atrevido a buscarla; en mi carne, en mi mísera carne, en mi sangre y en mi carne, mi carne perecedera pero bautizada.