Tenía ganas de abofetearla, de sacarla del Café Barbieri a puntapiés, de hacerle todo el daño físico y moral que un ser humano puede hacer a otro, y, al mismo tiempo, gran imbécil, tenía ganas de tomarla en mis brazos, preguntarle por qué estaba tan delgadita y acabada, y acariñarla y besarla.