A mis cuarenta y siete años me otorgó autoridad un hombre de dieciocho y yo solo supe guardar silencio y darle lo que me pedía. Qué débil fui y cómo me gustó. Qué claro veía detrás del dulce frailecillo a la corte de dominicos hambrientos de mí, y qué donosamente me entregué a ellos con tal de someterme unos segundos a la inocencia del joven, al deslumbramiento de sus ojos al sostener mi libro, al bisbiseo de sus labios leyendo la primera línea. Con tal de atravesarle el hábito con la mirada y descubrir ahí una vez más, como en todas las cosas que me salvan y me condenan, a Dios, a Dios, a Dios.