La fertilidad no significaba nada para nosotras en nuestros veintes; era algo que se escondía en el calabozo y se dejaba para que se pudriera. En nuestros treintas, nos acordábamos de que existía y nos preguntábamos si debíamos revisar que todavía estuviera ahí y luego —abrupta y horrorosamente—se volvía urgente: ¡alguien que encuentre al dragón!