La nueva longevidad que promete la medicina es también una maldición. Envejecemos al mismo tiempo que nuestros progenitores, a veces incluso más deprisa que ellos. Los padres siguen ahí, malhumorados y canosos, cuando nosotros ya somos abuelos. La modernidad crea unas dinastías de decrépitos en estados más o menos avanzados de senilidad, familias de yacentes asistidos por otros viejos que son sus hijos, todos igualmente arrugados, encorvados, Matusalenes en todos los estadios. Nuestros padres, nuestros abuelos son los emisarios de una humanidad en las más altas esferas de la edad. Nos están diciendo una cosa muy sencilla: que la vida es aún posible. Que sea deseable, eso ya es otro cantar.