parecer, Thatcher ya no quería obreros honrados; el futuro, según ella, estaba en la tecnología, en la energía nuclear y en la sanidad privada. Los días industriales habían llegado a su fin y las reliquias de los astilleros del Clyde y los ferrocarriles de Springburn se extendían por la ciudad como dinosaurios putrefactos. En los núcleos de viviendas sociales, los jóvenes –a quienes se les había prometido un puesto en el sector industrial de sus padres– se habían quedado sin futuro. Los hombres estaban perdiendo aquello que constituía la esencia misma de su masculinidad.