Mientras a lo largo y ancho del mundo se ofrecen cientos de cursos y se escriben decenas de manuales de pensamiento crítico, mientras parece haber una sed ciudadana por aprender a argumentar y discutir, y mientras se considera que las habilidades argumentativas son necesarias para el empleo y vitales para nuestras democracias,1 nuestra cultura argumentativa ha alcanzado nuevos mínimos (Sinnott-Armstrong, 2018). Este hecho no debería sorprendernos.