¿Por qué daría un escritor como Cervantes la paternidad de su obra a otro –y no a cualquier otro, sino a un representante de esa gente exiliada, personas que son ahora habitantes de su “otra costa”, ciudadanos de Cartago frente a su Roma, salvajes que, en la imaginación popular, son los que se vengan de los cristianos saqueando las ciudades portuarias y asaltando los barcos españoles, como esos piratas argelinos que lo mantuvieron cautivo durante cinco largos años–?