La cresta de Ilión

Hay besos, los más pocos, los más inconfesables, que lo obligan a recordar a uno las palabras del Corán

Tuve la impresión de que tanto el rostro como el instante quedarían grabados en mi memoria y que, por lo tanto, como suele suceder con las pocas cosas que quedan grabadas en la memoria, me pasaría el resto de la vida tratando de alcanzar tanto el rostro como el instante a sabiendas de que no podría lograrlo, a sabiendas de que, cuanto más lo intentara, más definitivamente se alejarían de mí el rostro y el instante.

Quedábamos ella y yo, y un océano de por medio.

Guiñen el ojo izquierdo, vuelvan la mirada al cielo, bailen un vals, tómense una cerveza. Cualquier cosa sirve para negar la realidad.

Esperar. Que es todo un arte. Que es una verdadera imposibilidad.

Llovía con ese ruido cansino y aterrador de las cosas regulares. Llovía afuera y yo me quedaba engarruñado, en posición fetal dentro de mí mismo.

me llevé las yemas de los dedos a los labios tratando de encontrar las huellas de algo que uno presiente lejos en el tiempo. Sí, en efecto, uno retrocede. Y retroceder no sirve de nada.

Algo sucede en el mundo cuando uno retrocede. Ese lento trance durante el cual el sujeto se aleja del objeto y se aproxima, de espaldas, hacia el lugar que no puede ver, siempre tiene consecuencias.

Y uno va al mar, como dije, para dejar de saber. Para embriagarse de olor. Para echarse a perder.

Nadie tendría por qué saber de qué texturas se componía mi miedo.